(El autor, con su primer carnet de Arimaktore. Ahora tenemos otro logo)
Mi primer trabajo no remunerado. Empresa contratante -en negro-: mi madre. Trabajo: mozo de carga. De carga de las compras para casa, mayormente. “A ese niño vuestro niño se le ve venir grandón, ¿eh?”. “Ya lo puedes decir. Hizo la comunión calzando un cuarenta, así que hazte idea”. Sí, vine grandón desde chico. O sea, al pelo para triunfar en el sector transportes a tracción de sangre. Y en efecto, así sucedió, y en efecto pude demostrar por varios quinquenios mi fino arte de porteador de pesos muertos. Litros de leche, tambor de Ariel, caja de galletas Siro en un tamaño industrial que ya las factorías de Aguilar de Campoo no sacan al mercado, una sandía, cinco kilos de patatas… todo encima. Venga. Las asas de las bolsas de plástico clavándose en los dedos de las manos, meñique a punto de gangrenar, no pasa nada, va…
Talentos que da Dios.
Afronté aquello no voy a decir que contento, no exageremos. Pero sí con la infantil resignación de quien intuye que algo debe aportar al correcto funcionamiento de esa maquinaria llamada “hogar”. Total, era obvio que se extraían agradables beneficios yendo en aquella nave montao. Vale que no estabas al volante, ni dependía de ti que los motores se quedaran sin gasolina. Pero, como tripulante, comprobando que al abrir un grifo, salía agua; al sentarte a la mesa, aparecían platos de comidita rica; y la ropa sucia de ayer, no pasaban dos días sin que se materializara, limpia, planchada y en sus cajones en el armario, pues… Hija, pues sí. Si en correspondencia a eso había que poner la mesa, se ponía, vale, ya ves. Si había que bajar tras la cena a tirar la basura, se bajaba. Y si había que cargar bolsas de vituallas, como ekeko andino, se cargaban. Y punto. “Mejor eso que morirse”, que diría la famosa niña pro-vacunas.
Conformidad cristiana, pues, con mi papel de mula. Eso estaba resuelto. Pero había puntos en aquella carrera profesional que no me gustaban. Por ejemplo, no todos los sitios a los que íbamos de compras me parecían igual de bien. No me gustaba nada, por ejemplo, ir con mi madre a comprar a la Plaza de Abastos. O a la carnicería, o la pescadería del barrio. ¿A las fruterías? Sí, ahí sí. A las panaderías -o pastelerías, ¡hmmmm!-, también. O al mercado de los martes, que era a cielo abierto. Esos locales, guay, me parecía ok. Pero los otros, los establecimientos con exhibición de animales despiezados y en crudo… ay… es que esos “olían”, ¿comprendes?… no, no, no. Yo eso, no.
Nunca lo expresé en voz alta, eso se quedaba pa mí. Porque me daba cuenta de que tal grado de tiquismiquismo, en un niño de barrio, como que no iba a quedar oportuno. Imagínate la cara de mi madre, si le digo “ay, es que en la pescadería… huele a pescado”… “¿Y a qué quieres que huela en la pescadería, panoli? ¿A Maderas de Oriente?” me habría respondido Sara Garrido, que era muy de Myrurgia. Y me habría respondido eso con razón, desde luego. Y no en plan bien, no.
Y aclaro que este arrugar de nariz mío no era a consecuencia de yoquesé qué sensibilidad vegana latente en mí, que es que en ese momento no sabía aún identificar ni nombrar, pero que acabaría apareciendo con el tiempo. No, no, no, qué va. Yo contra la carne de merluza no tenía absolutamente nada. Contra la carne de merluza ya guisada y en salsa verde, me refiero. No, no, ningún conflicto con ella de nunca, Ni contra las demás carnes tampoco, ya ves. Vamos, casi añadiría que, ganando edad, esa sensibilidad en mí lo único que ha hecho es aumentar, fíjate.
Yo creo que aquel asunto olfativo me pasaba a mi porque, en la época y condiciones en las que yo crecí, en ciudad pequeña de provincias, y sin opción de pasar veranos en el pueblo de los padres, a las criaturas de mi edad ya empezaba a manifestársenos un proceso que, sospecho, no ha venido desde entonces acá más que a empeorar, consistente en desacostumbrarse las pituitarias de la contemporánea ciudadanía a los olores fuertes que ha emanao de siempre la vida real. Los olores a pueblo, a puerto de pescadores, a gallinas sueltas y burro atao, olor a “es que ese campo lo abonaron ayer, y claro”… Eso, yo, y alguna gente más de mi edad y mis circunstancias, crecimos un poco en la inopia de todo ello. Y no te digo ya los olores a caza, los olores a destripar el pez que picó en la caña o los efluvios de despellejar un conejo. Ese mundo que ya es que ni por asomo, vamos.
La Avenida de la Vera no olía esas cosas. El desagradable asuntillo de las carnicerías y las pescaderías, aún me tocó conocerlo. Sí, ese seguía sufriéndolo en las expediciones de avituallamiento. Ah, pero no guorri, porque pronto desaparecería también, Viva la ciudad moderna. Llegarían los supermercados. Conoceríamos La Limpieza Verdadera, que viene envuelta en Su Majestad El Plástico. los lineales de carne y pescado cortaditos, limpitos, envasaditos en mil capas de plástico. Qué maravillosidad. Adiós a la nariz arrugada.
De modo que, teniendo como tuve oportunidad de oro para aprender a comprar buenos cortes de carne barata, y a distinguir cómo estaba de fresco el mejor de los pescados baratos, pues no aprendí. No me quedé con los nombres de la anatomía vacuna ni cerduna. No tomé nota de si los mejillones se compran en mes con erre o sin erre. Todo un caudal de sabiduría de madre, desperdiciado. Muy mal por mi parte. Muy mal
Entonces un día sales a la vida, a estudiar fuera, a prepararte tú los espaguetis, a vivir en barrios en los que la gente conoce a la carnicera y al pescadero, y tú no los conoces de nada, porque allí ya no eres El De La Señá Sarita, y entonces pues no entras en sus establecimientos, porque no sabrías ni qué pedir. No consumes en las tiendas minoristas que de verdad hacen barrio y vitalizan el tejido urbano, y que hay que defender con uñas y dientes para que, por tu bien y tu calidad de vida, no desaparezcan, porque te da vergüencilla, ya ves qué tontería. Y prefieres autoservirte tú en otro sitio enorrrme, y cargas bien de esas cosas sin necesidad de hablar con nadie. Qué bien. Cómo hemos progresao. Ala, venga, al carro, aros de pota y tajadas de panga, liofilizadas y desodorizadas en bandejas de poliespán sellado de film adherente. Y ya, de paso, llevas todo, todo, todo lo que necesitas, que pa eso lo tienen disponible y super bien colocado en ese mismo megasitio.
Y el caso es que no era eso lo que tú querías. Tú no querías eso, pero resulta que, sin querer, comprando en ese megasitio lo que has acabado haciendo es enriquecer más y más a una microminoría de superricosmillonarios que, de verdad, te lo juro: no te lo agradecerán nunca. No van a tener contigo ni el detalle de pagar los impuestos que dles toca pagar, porque disponen de departamentos legales que saben cómo evitarlo. Mientras que tus vecinos minoristas pagan impuestos hasta por pestañear, y ningún departamento les salva de rendir cada céntimo legal. Y todo ese proceso no es nada bueno para ti en ningún aspecto. Ni para la vida de tu barrio, ni para los estómagos de los océanos, ni para la seguridad de las calles, ni para la libertad, la igualdad ni la fraternidad, que es lo importante en la vida. Eso, y el arte. -Todo lo que mi madre era de Myrurgia, yo lo he sido siempre de Schopenhauer. Bueno, sí, pero en optimista-
Entonces, yo, hoy, aquí, declaro que he decidido romper con ese círculo vicioso.
Mira que he dado tumbos por barrios en mi vida, y no me había atrevido a tanto nunca jamás: en Salamanca, Oviedo, Gijón, Madrid… Solo en Bilbao, ya he vivido en tres localizaciones. Bueno, pues al llegar a este San Adrián con infraestructuras de barrio de toda la vida, me planté y dije BASSSSTA. Armado de carrito de la compra y valor, me he lanzado a entrar en la carnicería de la esquina, en la pescadería y la frutería que tengo un poco más allá. Localicé la ferretería, la panadería, farmacias, arreglo de ropa y arreglo de calzado. En este barrio hay de todo, coño. Y también dos Erosk… dos supermercados enormes de marca local, y todavía otro más de marca levantina sin gluten. Vale, seguiré acudiendo a ellos para detergentes y papel pal culo. Pero el resto, a las tiendas de barrio. Mi decisión es firme
Y Así llevo ya un poco desde primeros de año. Y oye, bien todo. No me han bufao por preguntar por sardinas en febrero, ni se han reído de mi por lo bajinis porque la carne que he dicho que me picaran no es carne para picar, hombre, para picar es mejor esta…
Y ahora llego a lo que yo iba:
Tenemos en el barrio de Rontegi, en Barakaldo, un establecimiento minorista, Arimaktore, se llama. ¿Has entrado alguna vez? Alomojor te da cosa entrar. Aparecimos un día por allí, y vale: no somos tu pescadería de siempre, ni la carnicería en la que se saben tu nombre -aunque, jejeje… eso es exactamente lo que acogió nuestro local durante mucho tiempo: una carnicería-. Es un pequeño teatro… Que sí, joer, no te rías: un teatro. Sí, en el barrio, ¿qué pasa?… ¿No tienes hábito de ir nunca al teatro? Joder, pues tienes que acabar con eso. En serio: lo pruebas y te gusta. La gente allí somos majas, te sonreímos. Y servimos, además, siempre, un género estupendo.
Te lo juro.